Llevamos más de un año sufriendo los efectos de la pandemia del Covid-19, que se ha llevado por delante a casi 4 millones de personas, aunque los últimos análisis apuntan a que podrían ser muchos más. Una pandemia que ha cambiado, quizás para siempre, nuestra forma de vida, nuestras relaciones sociales y seguramente nuestra manera de afrontar el futuro.
Cuando aparecieron los primeros casos, rápidamente comenzaron a florecer las teorías conspiranoicas para justificar lo que nos estaba ocurriendo. Ese virus tenía que haber sido creado en un laboratorio, no era posible que esto nos estuviera pasando a nosotros, la especie elegida, el sumum de la evolución. No podíamos estar amenazados por un ser insignificante, minúsculo, que ni siquiera llega a la categoría de ser vivo porque ni siquiera tiene un metabolismo propio. Sólo nosotros, otra vez nosotros, podríamos haber sido capaces de crearlo, con alguna intención abyecta y oscura. Pronto empezaron a publicarse trabajos científicos que tras secuenciar su genoma confirmaban el origen natural del virus, descartando las hipóteisis de su origen artificial (Andersen et al, 2020). Se trataba de un nuevo caso de zoonosis o salto de un virus de un animal al ser humano. No era la primera vez que ocurría (SIDA, SARS, Ébola, etc.) pero esta vez se había extendido más rápido, debido en parte a la mayor virulencia del virus y también a que nuestra capacidad para desplazarnos se ha incrementado exponencialmente en los últimos años.
Lo cierto es que la ciencia ya llevaba mucho tiempo avisando de que la pérdida de biodiversidad y la degradación y destrucción de los ecosistemas incrementaba el riesgo de zoonosis (Quammen, 2012*). Si la biodiversidad es elevada, el riesgo de zoonosis se reduce. Un ecosistema sano y biodiverso está habitado por multitud de especies que tienen distintos roles dentro del mismo. Hay depredadores y presas, hay especies generalistas y especialistas, también hay especies que compiten por los mismos recursos. Asimismo, los depredadores eliminan los animales enfermos y débiles, atajando la dispersión de los patógenos por los que han enfermado. Y toda esta red de interacciones hace que se mantenga un equilibrio que impide que la población de ciertas especies exceda unos límites. En resumen, un ecosistema sano, con elevada biodiversidad, hace que esos patógenos estén diluidos entre toda esa diversidad de especies, dificultando e incluso bloqueando su salto hacia los humanos (Halliday et al, 2012; Kahli et al., 2016).
Ante estas evidencias científicas, lo esperable sería que basándonos en la experiencia adquirida durante estos meses, hiciéramos el mayor esfuerzo posible para detener la alarmante pérdida de biodiversidad que estamos sufriendo, restauráramos los ecosistemas alterados y defendiéramos con uñas y dientes los pocos espacios que aún se encuentran en buen estado de conservación. No sólo se trataría de un deber moral, ya que nosotros somos los primeros responsables de este desaguisado, también se justificaría por un puro egoismo de especie para lograr un escudo contra futuras pandemias.
Para lograr esos objetivos deberíamos hacer cambios, deberíamos sacríficar algunas comodidades, deberíamos ceder espacio a otras especies y deberíamos contener nuestro crecimiento, entre otras cosas. El esfuerzo, sin duda, merecería la pena y los beneficios de adoptar esos cambios superarían con creces los sacrificios asumidos.
Pero lo cierto es que no queremos cambiar, y ahora que parece que se empieza a vislumbrar el final de esta pandemia (gracias a los científicos y a las vacunas que nos están sacando del atolladero), olvidamos todo lo aprendido y queremos volver cuanto antes a la "normalidad". Una normalidad que implica seguir como hasta ahora, seguir destruyendo la biodiversidad y así tener más superficie para "progresar" y seguir creciendo, bajo la única variable que entienden los gobiernos: el PIB. Nos dicen que hay que recuperar el tiempo perdido e incrementar aún más los esfuerzos para conseguirlo. La naturaleza vuelve a ser el enemigo y los científicos vuelven a ser un incordio que lo único que hacen es poner palos en las ruedas del progreso.
Hemos vuelto a ponernos la venda en los ojos y estamos reparando la escalera para volver a subirnos al pedestal. Seguimos siendo la especie elegida y por eso, si se repite la historia, sacaremos a los científicos de sus cajitas para que vengan al rescate. Mientras tanto, que estén callados y no estorben.
Referencias
Andersen KG, Rambaut A, Lipkin WI, Holmes EC & Garry RF (2020) The proximal origin of SARS-CoV-2. Nature Medicine volume 26, pages450–452
Halliday FW, Rohr JR & Laine A-S (2020) Biodiversity loss underlies the dilution effect of biodiversity. Ecology Letters https://doi.org/10.1111/ele.13590
Khalil H, Ecke F, Evander M, Magnusson M & Hörnfeldt B (2016) Declining ecosystem health and the dilution effect. Scientific Reports 6, Article number: 31314
Quammen (2012) Spillover. W.W. Norton & Company. 592 pp (* en 2020 se publicó la traducción en castellano con el título "Contagio)